¿Qué se necesita para conseguir que un alcohólico o adicto acepte ayuda?




"No puedes ayudar a un adicto hasta que esté listo para la ayuda." Hemos escuchado esta declaración cientos de veces y tal vez la hemos dicho nosotros mismos. Es un mito más sobre la adicción  que nos impide responder a una enfermedad mortal y destructiva. Nos deja al margen mientras la adicción corre a través de nuestras familias y amigos.


Cuando decimos: "No se puede ayudar a un adicto hasta que esté listo para recibir ayuda", lo que pensamos es: "Por lo tanto, no hay nada que tú, yo o cualquier otra persona podamos hacer para resolver este problema". Esto simplemente no es cierto.


Qué sucede cuando desafiamos este mito con una pregunta bien planteada: "Si los alcohólicos y adictos no aceptan ayuda hasta que estén listos, ¿Qué se necesita para que lo estén?" Cuando nos hacemos esta pregunta: ¿Qué se necesita?, cambiamos la manera en que pensamos sobre el problema y, a su vez, cambiamos la manera en que lo abordamos.  Como nos recuerda James Allen en su libro Como un hombre piensa, "Deje que un hombre altere radicalmente sus pensamientos, y se asombrará de la rápida transformación que afectará a las condiciones materiales de su vida".


Los alcohólicos y adictos que reciben ayuda "por su cuenta" no lo hacen porque ven la luz, sino porque sienten el calor. Aparece algo que los sacude tanto que prefieren aceptar ayuda que seguir bebiendo y drogándose. Normalmente la sacudida proviene de una desorganizada y agotadora mezcla de tragedia personal para el adicto y la familia: divorcio, pérdida de trabajo, ruina financiera, violencia doméstica, negligencia infantil, cárcel, cirrosis, locura y, en última instancia, muerte. Algo trágico interviene antes de que el alcohólico o adicto busque la recuperación. Dicha sacudida, sin embargo, puede ser un acto organizado y amoroso realizado por amigos y familiares. La primera requiere años y años de sufrimiento; la segunda, unas pocas semanas de planificación.


El razonamiento detrás del concepto ampliamente repetido de “tocar fondo” es que debemos esperar a que las consecuencias negativas invadan la vida de los alcohólicos o adictos antes de que acepten la ayuda. Antes del desarrollo de las técnicas de intervención en la década de 1960 por el Dr. Vernon Johnson, las familias no conocían otro recurso que esperar a que el adicto tocara fondo. Pero tocar fondo tiene un gran precio. La destrucción de la familia es un precio que mucha gente paga. Tocar fondo también puede significar la cárcel, la locura o la muerte. Otra forma de abordar el problema es intervenir con amor primero, esto ayuda a su ser querido adicto a recuperarse sin pasar por años de aflicción y pérdidas. La familia también se salva de la angustia y el dolor que pueden durar décadas.


"En el momento en que te comprometes y dejas de contenerte, todo tipo de incidentes imprevistos,  aparecerán para ayudarte. El simple acto de compromiso es un poderoso imán de ayuda".

Napoleón Hill

¿ha llegado el momento de replantear la prohibición como estrategia para el manejo del problema de las drogas?


La discusión en lo que se refiere a las drogas prohibidas debe comenzar con la pregunta sobre cómo las drogas son seleccionadas para su prohibición. 


Para las personas que creen que las políticas de control de drogas se basan en una evaluación racional y objetiva de los riesgos potenciales de las sustancias para los seres humanos, una revisión detallada de cómo evolucionan las políticas públicas de drogas en el mundo puede resultarles bastante confrontador. Las drogas se hacen celebres o se prohíben basándose más en quien las consume, y en temas políticos, económicos, religiosos y raciales asociados con una droga, que en el efecto de la droga en los seres humanos. Una sociedad prohibirá las drogas cuyos efectos se consideren incongruentes con los valores de la sociedad. Cualquier droga usada por personas consideradas como una amenaza potencial para el orden de la sociedad será prohibida.


La simple declaración de una sustancia psicoactiva como droga prohibida aumenta automáticamente el riesgo asociado con el uso de esa sustancia. La designación social de una droga es auto cumplida en gran medida. Prohibimos un medicamento "malo" con el argumento de que es peligroso, y luego, una vez convertido en prohibido, construimos políticas sociales que nos protejan de los altos riesgos relacionados con el uso de dicho medicamento.


Cuando se declara que una sustancia es una droga culturalmente prohibida, se crea un poderoso estigma social que moldeará gran parte de los patrones emocionales y de comportamiento de las personas que la usan.


En un estudio de movimientos de prohibición exitosos (White 1979), se observaron los siguientes ocho temas que caracterizaron a dichos movimientos:


1.        La droga está asociada a un subgrupo odiado de la sociedad o a un enemigo extranjero.

2.        La droga es identificada como la única responsable de muchos problemas en la sociedad, por ejemplo, el crimen, la violencia, la locura.

3.        La supervivencia de la sociedad se representa como relacionada con la prohibición de la droga.

4.        El concepto de uso "controlado" es destruido y reemplazado por la "teoría del dominó" de la progresión química, por ejemplo, todos los que consumen se volverán adictos; o el uso de la droga conduce directamente al uso de sustancias más temidas.

5.        La droga está asociada con la corrupción de los niños pequeños, particularmente su corrupción sexual.

6.        Tanto el usuario como el proveedor se definen como "demonios" siempre en busca de nuevas víctimas; el uso de la droga se describe como contagioso. Las opciones políticas se presentan como prohibición total o acceso total.

7.        Cualquiera que cuestione las suposiciones anteriores es atacado fuertemente y caracterizado como parte del problema que necesita ser eliminado.

8.        La demonización de una droga prohibida provoca poderosos temores y da forma a imágenes caricaturizadas tanto de la droga como de sus consumidores. Tales imágenes mitológicas proporcionan la emoción y la razón hasta para hacer de nuestros propios hijos unos parias.


Todo lo anterior es un preludio a la afirmación de que las personas adictas a las drogas prohibidas deben mantener su adicción en una subcultura ajena que, día a día, las aleja cada vez más de la sociedad en general. La peor consecuencia del uso de drogas prohibidas puede no ser los efectos farmacológicos de las drogas, sino la exclusión forzada de la sociedad. El tratamiento de las personas adictas a las drogas prohibidas debe abordar no sólo los efectos de su relación con ellas, sino también la influencia transformadora de la cultura ilícita en la que se sustenta esta relación.

Relación con otras culturas diferentes.



Afiliarse a un grupo de consumidores de drogas prohibidas es desconectarse progresivamente de la sociedad en general o abandonar la ilusión de que uno podría llegar a ser parte de dicha sociedad. Desafiliarse de esta cultura no sólo lo expone a la influencia de la cultura de la droga, sino también a un amplio espectro de subculturas diferentes mezcladas en las calles. Dentro de esta superposición de culturas distintas se encuentra la intensificación potencial tanto de la patología personal como del riesgo para la seguridad pública que supone el consumo de drogas.


Las drogas psicoactivas, por su capacidad de excitar, incitar, desinhibir, alterar percepciones y alterar el juicio, siempre han tenido el poder de intensificar la patología personal. Es la patología social la que ha cambiado. Nunca habíamos tenido una mezcla tan intensa de subculturas diferentes.

Dentro de este contexto hemos visto una escalada de personas con discapacidades psiquiátricas, influenciadas por las drogas y valorados como individuos que cometen atroces actos de violencia contra la sociedad de la que se sienten excluidos.

¿ha llegado el momento de replantear la prohibición como estrategia para el manejo del problema de las drogas?



En busca de alternativas a la represión: Políticas de drogas y estado de derecho en Colombia


Durante los últimos 15 años en Colombia y en otros lugares, ha habido un creciente conjunto de pruebas que demuestran que el actual régimen prohibicionista ha tenido efectos negativos, especialmente en los derechos humanos. Estos efectos negativos han creado una atmósfera que requiere cambios en las políticas nacionales de drogas. Como parte de esta tendencia emergente, Colombia está atravesando un punto de ruptura potencial en materia de políticas de drogas.

Por primera vez desde que el Estado colombiano adoptó el régimen internacional de control de drogas, los políticos y algunos sectores de la sociedad han debatido sobre la necesidad de reformar las actuales políticas de drogas. En 2011, el presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) pidió una revisión de las actuales políticas de drogas latinoamericanas (The Guardian 2011). Más recientemente, en el contexto de las conversaciones de paz entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) -el mayor y más antiguo grupo guerrillero de Colombia-, el tema de las drogas fue definido como uno de los seis puntos de negociación; y ambas partes han coincidido en la necesidad de reformar las políticas de drogas colombianas (Revista Semana 2014). Además, internamente, algunos gobiernos locales han intentado introducir políticas que desafían el prohibicionismo.


En este documento se examinan las oportunidades de reforma, así como los desafíos. Argumentamos que, a pesar de la actual ventana de oportunidad para la reforma de la política de drogas, los cambios reales y estructurales podrían ser difíciles de lograr. Tanto a nivel nacional como internacional, existen restricciones y dinámicas que podrían socavar la posibilidad de reformas y su eficacia. Sin embargo, los impactos negativos de las políticas actuales sobre los derechos humanos y los incentivos que crean para el narcotráfico son factores que enfatizan la necesidad de cambios significativos. Por lo tanto, identificar y discutir los desafíos puede enriquecer el debate sobre cómo avanzar hacia políticas de drogas demócratas.


Desarrollamos este argumento a través de tres secciones de este capítulo. La primera sección presenta una reconstrucción social histórica del desarrollo de las políticas de drogas en Colombia durante los últimos 60 años. Aborda tanto la tendencia punitiva que ha caracterizado la respuesta nacional a los problemas de drogas en el país como algunos cambios positivos que se han producido. En la segunda sección se identifican los factores que impulsan las reformas en el país. Esta combinación de descripción y análisis nos permite mostrar por qué son necesarios los cambios y contextualizar el debate sobre las reformas de la política de drogas. La tercera sección describe brevemente las posibilidades actuales de cambio y discute los desafíos y riesgos.


Evolución de las políticas de drogas en Colombia


En esta sección se presenta una perspectiva sociológica sobre la evolución de las políticas de drogas en Colombia, analizando los principales cambios legales en su contexto social. En términos generales, durante el siglo XX el marco jurídico nacional pasó de no tener controles legales de drogas a un sistema cada vez más represivo en respuesta a la dinámica nacional e internacional, como el creciente poder de los cárteles de la droga y el endurecimiento del régimen internacional de fiscalización de drogas. Sin embargo, desde finales de siglo, algunas decisiones judiciales y políticas administrativas comenzaron a erosionar estas políticas de fiscalización de drogas, abriendo la puerta a un debate más amplio sobre las cuestiones relacionadas con el sistema actual y la necesidad de promover un enfoque de derechos humanos. Esta evolución ha pasado por cuatro etapas básicas.


Primera etapa. Desde principios del siglo XX hasta la década de 1960: De la prevención a la represión. Las primeras normas de producción y distribución de drogas se remontan a la segunda década del siglo XX, después de la primera Comisión Internacional del Opio de 1909 en Shanghái (Caballero 1989). El proyecto de ley 11 de 1920 establecía que el comercio de drogas debía ser autorizado por personal especializado, como médicos y farmacéuticos. La distribución sin autorización fue sancionada con multas. Este enfoque preventivo y administrativo comenzó a cambiar a mediados de la década de 1930. En 1936, el Código Penal prohibió la producción y distribución de productos que contienen opio y coca. Luego, en 1945, se endurecieron las sanciones por esta conducta (Uprimny y Guzmán 2010b). Sin embargo, esas penas sólo dieron lugar a unos pocos años de encarcelamiento.


La regulación del consumo de drogas siguió un camino similar. Durante las décadas de 1930 y 1940, se promulgaron leyes para crear un registro de consumidores, así como para exigir el tratamiento médico obligatorio. La primera penalización relacionada con el consumo apareció en 1951, pero sólo se refería al uso y posesión de marihuana. Estas penas fueron extendidas a cualquier droga ilícita por el Decreto 1669 de 1964 (Uprimny y Guzmán 2015). Posteriormente, el enfoque preventivo y administrativo inicial fue rápidamente reemplazado por la penalización de los delitos relacionados con las drogas. A pesar de este cambio de la respuesta administrativa a la respuesta criminal, durante la primera parte del siglo, la represión contra la producción, el consumo y la distribución de drogas fue suave tanto en la definición formal de las penas como en la aplicación de la ley.


Segunda etapa. Desde los años 70 hasta principios de los 90: Desde principios de los años setenta, el derecho penal se ha ampliado considerablemente en respuesta a los acontecimientos nacionales e internacionales. Para entonces, los carteles del narcotráfico comenzaron a adquirir prominencia nacional e internacional. Aunque estuvieron activos desde los años 50 con el boom de la marihuana, su presencia se limitó a la costa norte (Uprimny 2001, p. 373). Durante la década de 1960, con un poder económico creciente, pero con una presencia localizada, fueron capaces de participar en acuerdos tácitos con las élites tradicionales y evitar la persecución por parte del Estado. Sin embargo, progresivamente atrajeron la atención debido a su papel en las transacciones internacionales de drogas y al flujo de "narco-dólares" en la economía nacional.


En 1971, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, declaró la llamada "Guerra contra las Drogas". Esta política tenía como objetivo luchar contra el uso de drogas ilegales, atacando la oferta. En la práctica, implicaba el endurecimiento del régimen internacional de fiscalización de drogas. Aunque el sistema internacional de fiscalización de drogas existía antes de esta política, y la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes fue aprobada, la aplicación de la ley era deficiente. Con la Guerra contra las Drogas, el sistema inició una nueva era en su fiscalización internacional, caracterizada por el uso intensivo del derecho penal para combatir todas las fases del negocio (cultivo, producción, distribución, consumo y tráfico).


El creciente poder de los cárteles de la droga y el fortalecimiento del sistema de fiscalización internacional de drogas tuvieron un impacto significativo tanto en la percepción del problema de la droga como en las estrategias empleadas para hacerle frente. En el caso colombiano, el componente punitivo de las políticas nacionales de drogas aumentó. El estado aprobó varias normas, la mayoría de ellas en el contexto de los estados de emergencia. Por ejemplo, el gobierno promulgó el primer Estatuto Nacional de Estupefacientes (Decreto 1188 de 1974) con el objetivo de unificar y sistematizar las normas relacionadas con las drogas. Este Estatuto aumentó el número de conductas penalizadas y sus sanciones, creando delitos con definiciones muy amplias y penas elevadas. Además, Colombia aprobó los principales tratados del sistema de fiscalización internacional de drogas: La Ley 13 de 1974 aprobó la Convención Única sobre Estupefacientes y su Protocolo de 1972 de enmienda, y la Ley 66 de 1979 aprobó el Acuerdo Sudamericano sobre Estupefacientes y Psicotrópicos (Uprimny y Guzmán 2010). Además, el gobierno firmó el primer tratado de extradición con Estados Unidos en 1979 y el Congreso lo aprobó en 1980.


A pesar de este enfoque punitivo, los capos de la droga todavía tenían un relativo anonimato y trataban de participar abiertamente en la vida social y política. Pablo Escobar (jefe del Cártel de Medellín) fue miembro de la Cámara de Representantes de 1982 a 1984, y Carlos Ledher (cofundador del Cártel de Medellín) fundó un partido político. Sin embargo, con la creciente represión, estos intentos finalmente fracasaron y se desencadenó la violencia del narcotráfico, con bombardeos, y asesinatos masivos. Por ejemplo, el Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, fue asesinado en abril de 1984 como consecuencia de su denuncia de la infiltración del narcotráfico en asuntos políticos nacionales.


En respuesta, el gobierno de Belisario Betancourt declaró el estado de sitio y comenzó formalmente el período denominado "guerra contra el narcotráfico". En esta guerra, el arma utilizada por el gobierno fue un conjunto de normas de emergencia: altamente represivas y negligentes del debido proceso (García-Villegas 2001). Estas medidas de política permitieron al gobierno dar la impresión de una fuerte respuesta al narcotráfico, aunque, en la práctica, crearon una estrategia reactiva de baja eficacia. Por lo tanto, su efecto real fue simbólico más que instrumental.


Sin embargo, esta estrategia, unida a la reacción social negativa generada por la violencia del narcotráfico, cerró las puertas de los señores de la droga a la política y a la vida pública. Al esconderse, los carteles de la droga emplearon diferentes estrategias para mantener su poder y la impunidad. Mientras que el cártel de Cali utilizó la estrategia tradicional de corrupción y violencia de los gánsteres, el cártel de Medellín prefirió comprar tierras y hacer alianzas con actores armados ilegales (especialmente grupos paramilitares) para asegurar el poder territorial (Uprimny 2001). Durante este período, los vínculos entre los cárteles de la droga y los grupos armados internos aumentaron.


Una vez más, la reacción fue un conjunto de estrategias incongruentes. Por un lado, el gobierno continuó promulgando decretos de emergencia, reduciendo las garantías procesales y utilizando un sistema judicial débil como punta de lanza contra los cárteles del narcotráfico. Las reformas legales incluyeron la Ley 30 de 1986. Promulgó un nuevo Estatuto Nacional de Drogas Ilegales, aumentando las penas por delitos relacionados con las drogas. Aunque este estatuto incluye medidas de prevención y rehabilitación, en la práctica se ha utilizado para profundizar en el uso del derecho penal contra los "temas de drogas" (Uprimny y Guzmán 2010). Por otro lado, apoyó las negociaciones secretas con los capos de la droga. Durante la administración de Betancur (1982-1986), así como durante la administración de Barco (1986-1990), tuvieron lugar algunas conversaciones entre funcionarios y carteles de la droga. Todos ellos fracasaron, debido a las críticas nacionales y a la presión de los Estados Unidos. Eventualmente, estos intentos tuvieron éxito durante la administración de Gaviria (1990-1994), con la política de "sumisión a la justicia" y la prohibición constitucional de la extradición de ciudadanos colombianos. Gracias a estas políticas, los narcotraficantes del cártel de Medellín se sometieron al sistema judicial en 1992, en medio de la crítica nacional e internacional por estas concesiones gubernamentales. La violencia sólo disminuyó temporalmente, porque pocos meses después Pablo Escobar escapó de la cárcel y se reanudaron las acciones narcoterroristas. En diciembre de 1993, la policía lo mató en una operación.


En resumen, este fue un período caracterizado por la violencia, la creciente represión y las medidas conflictivas. Además, aunque los delitos y las penas aumentaron, la aplicación de la ley siguió siendo mínima. Las sanciones impuestas a los narcotraficantes son irrisorias. Por ejemplo, los hermanos Ochoa (cofundadores del cártel de Medellín) fueron sancionados con 4 años de prisión, y los llamados "jueces sin rostro" (creados para proteger la identidad de jueces, testigos e investigadores) impusieron sanciones de 36 meses en promedio.


Tercera etapa. Principios de la década de 1990 a 2009: La erosión del enfoque prohibicionista. Durante los años noventa, el sistema judicial colombiano experimentó varias transformaciones. La Constitución de 1991 reformó el sistema penal, incluyó una carta de derechos y creó una jurisdicción constitucional para protegerlos. Estos cambios conducen al desarrollo de una estrategia diferente contra el narcotráfico. Por ejemplo, las sentencias de la Corte Constitucional restringieron el uso de los estados de excepción y la reducción sistemática de las garantías procesales. Adicionalmente, la creación del Ministerio Público representó una transición hacia una persecución más especializada de las actividades del crimen organizado, debido a su estructura y recursos. Hoy en día, el sistema penal colombiano cuenta con estrategias de investigación más avanzadas, como unidades nacionales que investigan patrones de criminalidad, con más recursos y seguridad que los anteriores jueces de "investigación preliminar".


Aunque se produjeron algunos cambios, persistió una cierta inercia autoritaria. Por ejemplo, el marco legal anterior en materia de drogas perduró, como la Ley 30 de 1986 (que todavía se aplica). Además, tras el fracaso de la política de sometimiento a la justicia, debido a la fuga de Pablo Escobar y sus hombres, la represión aumentó de nuevo. Durante el gobierno de Samper (1994-1998), surgieron escándalos de financiamiento de campañas que involucraban dinero del narcotráfico. A pesar de la corrupción política, el Congreso aprobó la Ley de extinción de dominio y la Convención de Viena de 1988; aumentó las penas por delitos relacionados con las drogas; y aprobó una reforma constitucional para autorizar la extradición. Además, el gobierno lanzó una nueva ofensiva contra las organizaciones de narcotraficantes, y los capos de la droga del cártel de Cali fueron capturados.

Esta tendencia se vio reforzada por la presión internacional, que dio lugar a nuevos compromisos políticos. En 1999, el gobierno colombiano lanzó el "Plan Colombia", una nueva estrategia apoyada por Estados Unidos para erradicar la producción de coca y mejorar la seguridad nacional (Camacho y Mejía 2013). Esta política se centró en la fumigación aérea de los cultivos de coca, la confiscación de cocaína y la persecución del narcotráfico.


Este retorno a las estrategias represivas fue parcial. Simultáneamente, surgió una tendencia diferente. Esto comenzó en 1994, cuando la Corte Constitucional despenalizó la posesión para el consumo (sentencia C-221 de 1994). Según el Tribunal, imponer una sanción como la detención o una multa a los adultos que deciden consumir drogas excede la autoridad del Estado para intervenir apropiadamente para garantizar a sus ciudadanos sus derechos a la salud y, al mismo tiempo, viola su derecho a la autodeterminación. Aunque esta decisión progresiva causó reacciones adversas (Guzmán y Uprimny 2010), abrió un nuevo capítulo en la respuesta oficial a las drogas ilegales. Desde entonces, un conjunto creciente de decisiones judiciales ha reconocido que los consumidores de drogas están dotados de derechos y han reducido el papel del derecho penal con respecto a los consumidores (Uprimny et al. en prensa). Estas decisiones han contribuido a la aparición progresiva de un nuevo enfoque del consumo de drogas. Por ejemplo, en 2007, el Ministerio de Salud publicó la Política Nacional para la Reducción del Consumo de Drogas y su Impacto. Esta política considera a los usuarios como individuos con derechos y hace hincapié en la prevención y la mitigación de los daños.


Si bien algunos nuevos discursos comenzaron a erosionar el sistema represivo inspirado en el régimen de fiscalización internacional de drogas, el tráfico de drogas en Colombia comenzó a cambiar. Tras la caída de los narcotraficantes colombianos, los cárteles altamente jerarquizados fueron sustituidos por micro cárteles, caracterizados por una mayor flexibilidad y especialización (Inkster y Comolli 2013). Además, tanto las guerrillas como los grupos paramilitares comenzaron a aumentar su participación en el negocio (Garay y Salcedo-Albarrán 2012). A nivel internacional, los carteles mexicanos de la droga surgieron y asumieron el control de rutas y redes anteriormente dominadas por los carteles colombianos. Hoy en día, Colombia no enfrenta la misma amenaza violenta asociada al narcotráfico, pero sigue desempeñando un papel fundamental en el narcotráfico internacional.


Cuarta etapa. 2009 hasta el presente: Entre el autoritarismo y los discursos de derechos humanos. La tensión entre los enfoques autoritario y de derechos humanos ha sido más evidente en los últimos años. En 2009, se aprobó una nueva reforma constitucional que prohíbe la posesión y el consumo de drogas ilegales. Aunque esto pareció ser un éxito para las fuerzas políticas alineadas con la prohibición, en la práctica ha abierto un debate democrático sobre el marco legal actual en materia de drogas por dos razones. En primer lugar, tanto la corte constitucional como la corte suprema han dictaminado que la nueva enmienda constitucional no permite la penalización del consumo. En segundo lugar, la reforma reconoce el derecho de los consumidores a recibir tratamiento voluntario y consagra el deber del Estado de garantizar la prevención y la atención médica.


Desde entonces, estos diferentes enfoques han coexistido y han tenido lugar algunos debates sobre el alcance de la prohibición constitucional y el futuro de las políticas nacionales de drogas. En cuanto al consumo, por ejemplo, se han aprobado algunas reformas legales progresivas, como la Ley 1566 de 2012, que decreta que el sistema de salud debe proporcionar tratamiento a los consumidores de drogas con problemas de dependencia. Pero, cuando se trata de producción y tráfico, hay una falta de avances concretos.


Factores impulsores de la evolución y principales características de las políticas de drogas


Durante el siglo XX, las políticas de drogas colombianas pasaron de tener un enfoque administrativo al uso intensivo del derecho penal contra la producción, distribución y consumo de drogas. En este siglo, el componente represivo se ha mantenido sin cambios significativos; pero, en lo que respecta al consumo, se han producido algunos cambios progresivos. Esta sección traza los principales factores que han contribuido a las rápidas y paradójicas transformaciones de las políticas de drogas en Colombia. A continuación, identificamos brevemente algunas de las principales características de estas políticas. Este análisis nos permite contextualizar por qué es necesario un cambio y cómo participar en el debate.


En primer lugar, la descripción que figura a continuación muestra la influencia de la dinámica internacional en la respuesta nacional a las drogas ilícitas. Manteniendo la terminología propuesta por Boaventura de Sousa Santos (1998), nuestras políticas antidrogas pueden caracterizarse como un "globalismo localizado", porque una política interna de Estados Unidos se transformó en tratados internacionales vinculantes, reforzando las tendencias prohibicionistas. A su vez, son un "localismo globalizado" porque el sistema internacional de control de drogas y las presiones de los Estados Unidos influyeron fuertemente en nuestras políticas nacionales (Uprimny y Guzmán 2010). De hecho, nuestra "guerra contra el narcotráfico" podría ser considerada como un legado de la Guerra contra las Drogas estadounidense en términos de lenguaje, lógica y estrategias. Sin embargo, el primero no es un mero reflejo del segundo porque también responde a las preocupaciones y ansiedades locales, así como a las creencias morales. Este factor ha promovido, entre otros efectos, el uso intensivo del derecho penal y la reducción de la autonomía nacional para desarrollar políticas adecuadas para reducir la violencia y abordar las lógicas del mercado.


El segundo factor impulsor es el impacto de las organizaciones de narcotráfico. La violencia asociada a las actividades de los carteles de la droga durante los años ochenta y noventa (especialmente asesinatos y bombardeos) fue un elemento clave en el desarrollo de un enfoque autoritario durante esos años. Además, esas organizaciones concentraron un gran poder corruptor (Uprimny y Guzmán 2015). Así, mientras que los narcotraficantes pudieron evitar ser procesados durante mucho tiempo mediante amenazas o sobornos, la creciente represión afectó a miles de personas, algunas de las cuales no estaban relacionadas con el narcotráfico. Por ejemplo, aunque el objetivo de los decretos emitidos en el contexto de los estados de emergencia era abordar los desafíos del narcotráfico, estos decretos se aplicaron contra los huelguistas y los movimientos sociales (García-Villegas 2001).


Las debilidades institucionales constituyen un tercer factor. Aunque las reformas legales consecutivas aumentaron los delitos y las penas por conducta relacionada con las drogas, sólo unas pocas de ellas tenían por objeto reforzar las instituciones encargadas de su aplicación. En los años setenta y ochenta, el enjuiciamiento era responsabilidad de "jueces de instrucción penal" con baja capacidad de investigación y bajos salarios, por lo que eran blancos fáciles para las organizaciones criminales con alta capacidad de corrupción y violencia. La infiltración de los cárteles de la droga (y luego de los actores armados ilegales del conflicto) en las instituciones oficiales contribuyó a debilitar la capacidad del Estado para hacer frente a la violencia y el tráfico.


Las pocas reformas que apuntaban a reforzar el sistema judicial, como la creación de "jueces y fiscales sin rostro ", reprodujeron un enfoque autoritario, centrándose en la reducción de las garantías procesales más que en el fortalecimiento de las instituciones democráticas. A partir de 1991, la capacidad del Estado aumentó con algunas reformas institucionales, como la creación de la Fiscalía General del Estado. Sin embargo, la corrupción y la cooptación institucional siguen siendo un problema en el país (Garay y Salcedo-Albarrán 2012). Algunos escándalos de corrupción han salido a la luz. En 2011, por ejemplo, la Corte Suprema condenó al ex director de la Fiscalía de Medellín por haber servido a una poderosa organización de narcotraficantes dirigida por Don Mario (Revista Semana 2011). Sin embargo, en general, el enfoque represivo ha tenido una baja eficacia.


Un cuarto factor es la economía política de la prohibición. Un éxito, como el desmantelamiento de una organización delictiva, causa escasez temporal de suministros y aumentos de precios que deberían contribuir a la reducción del consumo. Paradójicamente, estos aumentos de precios son un incentivo para que las personas se incorporen al negocio. Y estos incentivos van a continuar siempre que la demanda persista a largo plazo, lo que ocurrirá a pesar de la represión. Además, la producción de drogas ilegales de origen vegetal, como la cocaína y la marihuana, es técnicamente fácil, y los espacios necesarios para su producción son enormes. Así, algunos éxitos contra grupos específicos van a desplazar la producción a otras áreas. Este es el llamado "efecto globo". Como tal, las políticas prohibicionistas sólo pueden producir el desplazamiento de la producción y la distribución, no su erradicación.


Caracterización de las políticas actuales. Al analizar los factores impulsores de la evolución de las políticas de drogas en Colombia, aparecen algunas razones para el cambio; están asociadas a las características estructurales de dichas políticas, y analizamos esas características en esta sección.

En primer lugar, las políticas antidrogas en Colombia se han caracterizado por medidas altamente represivas. El uso intensivo del derecho penal ha creado un aumento irracional de las penas. Tanto el número de conductas relacionadas con las drogas sancionadas como la duración de sus penas han aumentado constantemente desde 1950. Uno de los resultados de esta tendencia es la desproporción de las penas por delitos relacionados con las drogas (Uprimny et al. 2013). Esta desproporción se ve confirmada por la comparación entre estos delitos y otros que las sociedades consideran más graves y que causan un daño mucho mayor, más concreto y más directo a los intereses jurídicos protegidos. Por ejemplo, la respuesta punitiva a los delitos relacionados con las drogas es más severa que las penas establecidas para la violación (Uprimny et al. 2013). Además, la mayoría de las reformas, en particular en los años ochenta y noventa, redujeron significativamente las garantías procesales (García-Villegas 2001). Estas consecuencias han causado la violación directa de los derechos humanos, como el debido proceso legal.


Este uso del derecho penal como arma en la lucha contra las drogas ilegales también ha afectado desproporcionadamente a las poblaciones más vulnerables. Como mencionamos anteriormente, la mayoría de los decretos adoptados como parte de los estados de emergencia durante los años 80 permitieron la focalización de los movimientos sociales que se movilizaban por la justicia social. Además, la mayoría de las personas encarceladas por delitos relacionados con las drogas provienen de entornos muy desfavorecidos (personas con bajos ingresos y bajos niveles de educación), además de ser los eslabones menos importantes de la cadena de cultivo, producción y tráfico de drogas. Según un estudio realizado en 2009 sobre las políticas de drogas y sus impactos en el sistema penitenciario colombiano, el 98% de las personas privadas de libertad por narcotráfico no habían tenido (o no había sido posible probar que tuvieran) una participación importante en redes de narcotráfico. Además, se ha producido una feminización de los delitos relacionados con las drogas. Aunque la mayoría de las personas encarceladas por estos delitos son hombres, los delitos relacionados con las drogas se han convertido en la razón principal del encarcelamiento femenino. Ningún otro grupo de delitos tiene un porcentaje comparable de mujeres encarceladas (Uprimny y Guzmán 2010).


Las medidas represivas incluyen la fumigación aérea y la erradicación forzada de cultivos. El Gobierno colombiano adoptó el programa de fumigaciones en 1994 con el apoyo de Estados Unidos. Desde entonces, grandes áreas del país han sido rociadas con herbicidas, incluyendo el ingrediente activo glifosato. Como resultado, desde 2007, el cultivo de coca en el país disminuyó (Isacson 2013). Sin embargo, la producción potencial de cocaína se ha mantenido estable (Mejía 2009). Además, varios estudios sobre este tema han demostrado que esta política ha afectado negativamente tanto a las comunidades como a los ecosistemas cercanos a las zonas fumigadas. Por ejemplo, una investigación cuantitativa encontró que la exposición al glifosato aumenta la probabilidad de sufrir problemas de piel y abortos en aquellas comunidades que viven en las áreas fumigadas (Camacho y Mejía 2013). Por lo tanto, mientras que esta política sólo ha reducido modestamente el cultivo de coca ha sido extremadamente costosa en términos de derechos humanos.


En 2014, Colombia era el único país que fumigaba a sus cocaleros (Isacson 2013); sin embargo, esto ha cambiado últimamente. En este momento, el gobierno nacional mantiene la suspensión de las fumigaciones aéreas con glifosato. Esta decisión fue precedida por un importante debate en el país. En marzo de 2015, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), afiliada a la Organización Mundial de la Salud, anunció que el glifosato es probablemente cancerígeno para los seres humanos (IARC 2015). En respuesta a este informe, y considerando la creciente evidencia sobre los efectos negativos de la aspersión aérea, el Ministro de Salud recomendó la suspensión de las fumigaciones. Estos hechos exacerbaron las críticas nacionales e internacionales hacia esta política. En mayo de 2015, el presidente Juan Manuel Santos anunció la suspensión de la fumigación de coca con glifosato. Esto podría representar un cambio significativo en las políticas de drogas colombianas.

En segundo lugar, la respuesta a los problemas del tráfico de drogas ha sido incongruente y desorganizada. Durante la mayor parte del siglo pasado, las reformas adoptadas por el Estado no formaban parte de una estrategia a largo plazo. Estas políticas siguieron el patrón de reacciones autoritarias típicas ante actos violentos o presiones internacionales. En algunos casos, por ejemplo, se adoptaron aumentos en las penas y se intentó negociar la sumisión de los capos de la droga a la justicia. Estas contradicciones sugieren que al menos algunas de esas medidas autoritarias fueron utilizadas con fines simbólicos (García-Villegas 2001). En otras palabras, algunas de esas medidas represivas apuntaban a legitimar al Estado en lugar de desarticular eficazmente los cárteles de la droga.


Las excepciones a esta característica son las recientes decisiones judiciales y políticas sobre el consumo de drogas. Aunque la prohibición constitucional de la posesión y el uso crea algunas contradicciones, la tendencia general con respecto al consumo es el reconocimiento de los derechos de los usuarios. Hoy en día, por ejemplo, está claro que el tratamiento es voluntario y está garantizado por el Estado (Uprimny et al. en prensa). Sin embargo, todavía está pendiente la aplicación de políticas progresistas en este ámbito. Por ejemplo, aunque el consumo está despenalizado, en la práctica, algunos consumidores son procesados, especialmente cuando son detenidos en posesión de más de la dosis personal (Bernal et al. en prensa). Del mismo modo, aunque el tratamiento voluntario de la drogadicción es un derecho constitucional (artículo 49), la oferta de tratamiento de la drogadicción es limitada y a veces problemática. En la práctica, la idea del tratamiento de la drogadicción en Colombia se asocia con la rehabilitación y el confinamiento, lo que reduce sustancialmente el desarrollo de servicios médicos especializados para los consumidores problemáticos de drogas. Además, la mayoría de los centros de rehabilitación son privados, concentrados geográficamente en las grandes ciudades, y muy pocos de ellos ofrecen tratamientos con base científica. Estas características, combinadas con la falta de control sobre los centros de rehabilitación privados, permiten la persistencia tanto de las barreras de acceso como de las violaciones de los derechos humanos en algunos de ellos (Uprimny et al. en prensa).


En tercer lugar, las políticas represivas han sido en gran medida ineficaces. Sus principales propósitos son: (a) reducir la producción y distribución de drogas ilegales; y (b) desarticular las organizaciones de narcotráfico. Aunque se han logrado algunos éxitos parciales, como la desarticulación de los cárteles de Medellín y Cali, ninguno de estos propósitos se ha logrado a mediano y largo plazo. A pesar de las políticas de fumigación y erradicación, Colombia sigue siendo uno de los principales productores de cocaína a nivel mundial (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito 2013). Además, aunque los señores de la droga de los años ochenta fueron encarcelados, extraditados o asesinados, las organizaciones ilegales colombianas siguen desempeñando un papel importante en las transacciones internacionales de narcotráfico. Los actuales actores nacionales son redes especializadas en lugar de cárteles enormes y jerárquicos, así como guerrillas y grupos paramilitares (Inkster y Comolli 2013). Así, el narcotráfico y su economía ilegal crean desafíos constantes para el Estado colombiano.


Los elementos analizados anteriormente enfatizan la necesidad de reorientar y reformar las actuales políticas de drogas en el país. Violan los derechos humanos y reproducen profundas desigualdades, y no son eficaces para lograr sus propósitos. Así, el análisis anterior representa el "por qué" en el debate sobre las reformas de la política de drogas. En la siguiente sección, tratamos de avanzar elementos relacionados con el "cómo".


Entre las banderas del cambio y las barreras a las reformas profundas


¿Cómo hacer frente a los desafíos asociados al tráfico de drogas? Y, en términos más generales, ¿Cómo debemos abordar la demanda y la oferta de drogas ilegales? Estas preguntas no tienen respuestas fáciles. Sin embargo, la experiencia colombiana descrita anteriormente sugiere que debemos replantear las respuestas tradicionales y adoptar políticas que busquen profundizar la democracia y el respeto a los derechos humanos. En esta sección, describimos brevemente las posibilidades actuales de cambio, y luego analizamos algunas de las complejidades que podrían socavar los cambios significativos.


Banderas de cambio. Además de los cambios en la regulación del consumo de drogas descritos anteriormente, en los últimos 5 años se han abierto en Colombia otros foros para debatir reformas estructurales y puntuales. En esta sección se exponen brevemente algunas de las políticas que ha adoptado Colombia y las posibilidades de nuevas reformas.


Desde 2011, el presidente Juan Manuel Santos hizo un llamado a cambiar las políticas antidrogas en diferentes foros públicos, incluyendo Cumbres Presidenciales y Políticas, conferencias académicas y entrevistas con la prensa (Szabo de Carvalho y Muggha 2014; Mulholland 2011). Estos pronunciamientos forman parte de un nuevo conjunto de voces internacionales que piden reformas en el actual régimen de fiscalización de drogas. Otros políticos importantes, como el presidente guatemalteco Otto Pérez, y miembros de la Comisión Global sobre Drogas, así como académicos y algunos sectores de la sociedad civil, han insistido en la importancia de revisar y cambiar el actual enfoque prohibicionista de los temas de drogas.


A pesar del liderazgo del presidente Santos a nivel internacional, dudó en promover reformas significativas y progresivas dentro del país. Por ejemplo, aunque el gobierno redactó un nuevo Estatuto Nacional de Drogas, después de años de discusiones con varias partes interesadas, hubo problemas en la presentación al Congreso para su debate y aprobación. En consecuencia, la Ley 30 de 1986 sigue vigente y su carácter fundamentalmente represivo se mantiene. Del mismo modo, el principal enfoque de las cuestiones relativas a las drogas es la eliminación de la oferta y la demanda mediante medidas represivas, como la erradicación forzosa de los cultivos ilícitos.

Sin embargo, hoy en día, a diferencia de hace algunos años, en Colombia existe una cierta apertura al debate sobre las reformas de la política de drogas. En 2013, el gobierno creó la Comisión Asesora de Políticas de Drogas en Colombia, con el objetivo de analizar los resultados e impactos de las estrategias empleadas por el Estado en la lucha contra las drogas en los últimos años (Observatorio de la Droga de Colombia 2015). Esta comisión, compuesta por 12 expertos independientes, ha estado buscando políticas de drogas alternativas.


En julio de 2014, la Comisión presentó su primer informe, centrado en el consumo de drogas. Este documento ha sido importante para el debate en Colombia y en otros lugares porque conceptualiza el uso de drogas como un tema de salud y desarrolla un marco de políticas en ese sentido (Drug Policy Advisory Commission 2014). En mayo de 2015, la Comisión presentó su segundo informe, que contiene un conjunto completo de propuestas para reformular las políticas nacionales de drogas. Por ejemplo, el informe: (a) enfatiza la necesidad de terminar con la fumigación de coca; (b) hace un llamado a la regulación de la marihuana medicinal; (c) enfatiza la importancia del enfoque de reducción de daños en las políticas relacionadas con el consumo de drogas; y (d) hace un llamado a un cambio en la forma en que se mide el éxito de las políticas de drogas (Bermúdez 2015). Aunque las propuestas progresistas de la Comisión no han sido implementadas, su existencia podría contribuir a desarrollar enfoques alternativos a los problemas de las drogas en Colombia.


Esta apertura al debate ha mejorado las propuestas de reforma. Algunos congresistas han presentado iniciativas legislativas con enfoques alternativos a la problemática de las drogas en Colombia. Por ejemplo, en 2014, el senador Juan Manuel Galán presentó una propuesta de reforma constitucional con el objetivo de permitir el uso del cannabis con fines medicinales. Esta propuesta ha sido apoyada por el gobierno nacional. Sin embargo, varios sectores de la sociedad, incluidos los partidos políticos conservadores y la Iglesia Católica, así como algunas instituciones estatales como la Procuraduría General de la Nación, la institución estatal encargada de la promoción y protección de los derechos humanos, la han criticado. Estos sectores afirman que Colombia no está preparada para legalizar la marihuana medicinal porque aumentaría tanto el consumo de drogas como la violencia asociada al narcotráfico (Noticias RCN, 2014). Este debate sobre la legalización del cannabis medicinal refleja cómo algunas ideas morales y estereotipos influyen fuertemente en las perspectivas sociales sobre los problemas de las drogas. Otras propuestas legislativas han incluido la legalización del cultivo y diferentes enfoques de la producción.


Además, se han realizado algunos cambios en las políticas de drogas. Por ejemplo, durante la presidencia de Álvaro Uribe (2002-2010), uno de los indicadores para medir el éxito de la operación de las fuerzas de seguridad fue el enjuiciamiento de al menos 1000 cultivadores de coca por año. Durante la administración de Santos, esta política no se ha seguido, porque redujo la legitimidad de la policía y el ejército en las regiones en lugar de reducir el cultivo (Bermúdez 2014). Esto creó un contexto menos represivo para los cultivadores de coca. Además, se han implementado algunas políticas de reducción de daños. En primer lugar, en 2012, el gobierno local de Bogotá´ puso en marcha los Centros Móviles de Atención a Drogodependientes (CAMAD), con el objetivo de prestar servicios de salud a grupos de usuarios de alto riesgo, como las personas sin hogar y los reclusos. En segundo lugar, en abril de 2014, el gobierno local de Pereira inició un proyecto piloto de un programa de intercambio de jeringas con el objetivo de reducir el riesgo de transmisión de infecciones entre los consumidores de drogas inyectables de la ciudad. El proyecto piloto se ha llevado a cabo con el apoyo de expertos en la materia y ha sido cofinanciado por donantes internacionales (Uprimny et al. en prensa). Ambas políticas han generado intensos debates en Colombia y han atraído la atención internacional por representar un nuevo enfoque de la problemática de las drogas.


Esta ola de reformas en Colombia ha creado cambios interesantes, pero no han abordado toda la gama de complejidades asociadas con los problemas de drogas en el país. Si bien el debate ha incluido la posibilidad de reformas políticas en relación con el ciclo completo de las drogas, el consumo de drogas es la cuestión en la que se han desarrollado medidas progresivas. Sin embargo, Colombia también tiene la oportunidad de hacer cambios más amplios. 


En este sentido, en mayo de 2014, las partes en las conversaciones de paz llegaron a un acuerdo sobre el cuarto punto de su programa de negociación. En consecuencia, el Estado debe adoptar programas de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, prevención del consumo de drogas y atención integral a los usuarios de drogas. Adicionalmente, en materia de narcotráfico, implicaría priorizar la persecución de las organizaciones criminales (Mesa de conversaciones 2014). Aunque el acuerdo no impulsa cambios en el régimen de fiscalización internacional de drogas y respeta las principales restricciones derivadas de ese régimen, sienta las bases de importantes cambios en las políticas nacionales en materia de drogas. Por ejemplo, es audaz en tres temas centrales: el cultivo de coca, el consumo de drogas y la producción de drogas, proponiendo enfoques nuevos e innovadores (Uprimny y Parra 2014). Adicionalmente, el acuerdo establece que las políticas de drogas deben reconocer el uso ancestral y tradicional de la hoja de coca. En Colombia, como en otros países de América Latina, la coca tiene un significado cultural en las comunidades indígenas.


Desafíos En Colombia y en otros lugares. El debate en torno a las reformas de las políticas de drogas se complica debido a las múltiples limitaciones asociadas con el régimen de fiscalización internacional de drogas. Sin embargo, este país se enfrenta a limitaciones adicionales. En esta sección se analizan tres factores que constituyen desafíos para lograr cambios significativos en las políticas de drogas.


En primer lugar, en los últimos años, el narcotráfico ha tenido un impacto significativo en el conflicto armado. Aunque este último tiene raíces antiguas y una dimensión política, el tráfico de drogas ha influido en su dinámica actual. El flujo de dinero del tráfico hacia los actores armados ilegales, así como la intervención de los grupos armados ilegales en al menos algunas etapas del ciclo de la droga, han contribuido a profundizar la violencia asociada al conflicto armado. Por lo tanto, las reformas estructurales de la política de drogas deben tener en cuenta las complejas relaciones entre el tráfico de drogas y el conflicto armado interno.


Segundo, más allá del conflicto armado, Colombia enfrenta un profundo problema de violencia y debilidades en el sistema democrático. Si bien estos factores existían antes de la aparición y el auge del narcotráfico, esto ha sido fundamental para agravarlos. El vasto poder económico de estas organizaciones criminales les permite utilizar la violencia y la corrupción a diario para lograr sus propósitos. Así, el narcotráfico ha profundizado los problemas institucionales del gobierno y del poder judicial colombiano, además de crear una cultura de ilegalidad en la sociedad.


Mientras persista la economía ilícita asociada al narcotráfico, persistirán la violencia y las debilidades democráticas. Entonces, la pregunta es: ¿cómo lidiar con esta economía? El régimen prohibicionista ha demostrado ser contraproducente para su erradicación. Si bien la demanda persiste, a pesar de la prohibición, la ilegalidad del negocio lo hace rentable y, como tal, crea incentivos para formar parte de las redes del narcotráfico. De este modo, la regulación podría ser una mejor manera de hacer frente a esta economía ilícita. Aunque al regular las drogas podría surgir un mercado paralelo, la regulación tendría como resultado niveles más bajos de violencia y corrupción.


Sin embargo, incluso si Colombia decide avanzar hacia la regulación de las drogas, surge una tercera limitación. La autonomía del país para tomar esta decisión es limitada. El régimen de fiscalización internacional de drogas se ha establecido mediante tratados ratificados por el Estado (Convención Única de 1961 y Convención de Viena de 1988) y, como tales, son jurídicamente vinculantes para Colombia. Además, su aplicación es apoyada por estados poderosos como Estados Unidos, y es poco probable que sufran una transformación radical a corto plazo, al menos no para todas las drogas ilegales. Aunque algunos cambios importantes podrían ser posibles para la marihuana, el problema más significativo para Colombia en relación con el narcotráfico es la cocaína. Por lo tanto, este régimen limita las posibilidades de reformas estructurales.


Además, si Colombia transforma radicalmente sus políticas de drogas pero el conflicto armado persiste, la implementación de los cambios podría enfrentar varias dificultades. Por lo tanto, los problemas de drogas en el país deben ser considerados como parte de un espectro más amplio de problemas asociados con la violencia, las debilidades institucionales y los desafíos democráticos. Al reformular la comprensión de los temas de drogas, Colombia podría avanzar hacia políticas de drogas razonables y democráticas.


Conclusión


Colombia está atravesando un momento crucial en lo que respecta a las reformas de la política de drogas. Además del desarrollo de un discurso sobre los derechos humanos en materia del consumo, existe una mayor apertura al debate y a la adopción de reformas más amplias. No obstante, los intentos de reforma tendrán que hacer frente a varios desafíos.

Las consideraciones anteriores sugieren que Colombia debe persistir en su lucha contra el actual régimen de fiscalización internacional y profundizar las reformas de sus políticas en materia de drogas. Esto es importante porque han sido ineficaces y muy caros. Así pues, a pesar de las limitaciones impuestas por el régimen de fiscalización de drogas, Colombia tiene cierto margen para introducir cambios significativos, e incluso estructurales. Las experiencias comparativas sugieren que es posible. Uruguay y algunos estados de Estados Unidos han regulado el mercado de la marihuana, y los resultados en este punto son prometedores. Estas políticas son menos costosas en términos de derechos humanos y generan menos violencia. Además, el anterior prohibicionismo de consenso tiene algunas fisuras y han surgido algunas oportunidades para la reforma internacional. Aunque a corto plazo es difícil lograr transformaciones radicales, esperar cambios a largo plazo significaría aceptar y promover las masivas injusticias creadas por el régimen prohibicionista; por lo tanto, es importante prever cambios estructurales en el régimen de fiscalización internacional de drogas y, al mismo tiempo, promover estrategias en el contexto y con las limitaciones de las actuales restricciones internacionales.


Colombia podría diseñar una estrategia que combine acciones a nivel nacional e internacional. A nivel interno, el Estado debe aspirar a una mayor autonomía y a fortalecer sus instituciones democráticas. En el corto plazo, por ejemplo, Colombia podría promover una persecución estratégica, con el fin de centrarse en la delincuencia organizada y su capacidad para ejercer la violencia, en lugar de centrarse en la erradicación de la demanda y la oferta. Específicamente, el Estado podría concentrar sus esfuerzos en procesar a los traficantes que ejercen la violencia en lugar de centrarse en los traficantes y consumidores menores de edad. Una intervención inteligente de las fuerzas de seguridad y del sistema judicial podría contribuir a reducir el impacto de las actuales políticas de drogas en las poblaciones vulnerables de la sociedad. Aunque esto no elimina el "efecto globo", podría reducir los costos de las políticas en términos de derechos humanos.


Además, Colombia podría avanzar hacia una interpretación dinámica del régimen de fiscalización internacional de drogas, en la que sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos podrían ser fundamentales para transformar esas políticas particularmente represivas y duras. El Régimen Internacional de Control de Drogas reduce el margen de maniobra del Estado, aunque no lo elimina. De hecho, dado que la aplicación actual del régimen prohibicionista viola los derechos humanos y que el Estado tiene obligaciones internacionales derivadas de los tratados internacionales de derechos humanos, el Estado debe tratar de encontrar un equilibrio entre esas obligaciones y encontrar formas alternativas de cumplirlas. Cuatro enfoques básicos podrían contribuir a desarrollar políticas de drogas más razonables tanto a corto como a largo plazo: (a) respetar y cumplir con los derechos humanos; (b) promover la participación de los diferentes sectores de la sociedad, especialmente aquellos directamente afectados por las políticas antidrogas; (c) estar diseñados para tomar en cuenta la evidencia empírica; y (d) profundizar la democracia.


A nivel internacional, el Estado debe persistir en el debate sobre las políticas actuales. Las reformas del régimen de fiscalización internacional de drogas son menos probables en el contexto actual, aunque no son imposibles. Algunos cambios son posibles a corto plazo, como lo ha demostrado la regulación de la marihuana en algunos estados. Además, a largo plazo, se necesitan transformaciones significativas. Por lo tanto, los debates sobre los efectos del actual régimen prohibicionista son relevantes para encontrar espacio para reformas y perspectivas para nuevos enfoques.